Por P. Santiago Martín
(Franciscanos de María)
Este jueves, recuperando la tradición interrumpida por los dos años de pandemia, el Papa acudió a la Plaza de España en Roma para rendir homenaje a la Inmaculada, ante la esbelta columna que sostiene su imagen. Un homenaje que consiste sobre todo en una cálida oración.
Durante esta oración, que el Pontífice quiso hacer de pie incorporándose de la silla de ruedas, se refirió largamente a la guerra que está destruyendo Ucrania.
“Pongo ante ti -dijo el Papa- las súplicas de los niños, de los ancianos de los padres y madres, de los jóvenes de la martirizada Ucrania. Virgen Inmaculada, hoy hubiera querido traerte el agradecimiento del pueblo ucraniano por la paz que llevamos tanto tiempo pidiendo al Señor.
En cambio, aún tengo que traerte la súplica de los niños, de los ancianos de los padres y madres, de los jóvenes de esa tierra martirizada. Pero en realidad todos sabemos que estás con ellos y con todos los que sufren, como estuviste junto a la cruz de tu Hijo.
Mirándote a ti, que estás libre de pecado podemos seguir creyendo y esperando que sobre el odio venza el amor, que la verdad prevalezca sobre la mentira, que la ofensa gane el perdón, que sobre la guerra gane la paz. ¡Que así sea!».
Durante la oración, el Papa se conmovió tanto que no pudo contener las lágrimas y tuvo que interrumpir unos instantes la lectura de su plegaria.
La tortura que están padeciendo los ucranianos, que tienen que afrontar el frío invierno de su tierra sin calefacción, si luz y muchas veces sin agua potable, tocaron el corazón del Santo Padre, que con la humedad de sus ojos intensificaba el fervor de su petición a la Inmaculada.
Sus lágrimas expresaron, mejor que mil palabras, el dolor de su corazón ante lo que está pasando en ese país europeo, un dolor compartido por todos los hombres de bien, que ven, impotentes, como sufre un pueblo inocente y valiente.
Claro que hay más motivos para derramar lágrimas, por desgracia. Pienso en los católicos nicaragüenses, sometidos a una dictadura que les ha impedido expresar en las calles su famoso “griterío” en honor a la Inmaculada, su patrona, mientras algunos de sus sacerdotes y obispos están encarcelados o en el exilio.
O en los de Venezuela, sometidos a todo tipo de restricciones y que no ven mejorar sus condiciones de vida, aunque digan que la macroeconomía va mejor.
O en los cubanos, que, sesenta años después, siguen aguantando todo el peso de la madre de todas las dictaduras latinoamericanas.
Pienso también en los católicos chinos, con el cardenal Zen a la cabeza, pendiente de otro juicio, tras haber sido condenado en el primero, que puede llevarle a la cárcel. Y en los cristianos de todo el gran centro de África, desde Mali a Mozambique, pasando por Nigeria, que son ofrecidos en holocausto en el altar de un extremismo islámico que considera que matar a hombres, mujeres y niños agrada mucho al dios en el que cree.
Por desgracia, hay tanto por lo que llorar, que parecería que no hay motivo ni para la alegría ni para la esperanza.
Las lágrimas del Papa son un bofetón de realidad y una acusación silenciosa a esa parte del mundo que se precipita en estos días en una verdadera orgía de consumismo y de derroche.
Por desgracia, no creo que surtan el efecto de que se gaste un poco menos para compartir un poco más con los que no tienen ni siquiera lo imprescindible. La compasión de los que tienen no suele llegar hasta su bolsillo.
Sin embargo, y a pesar de todo, tenemos motivos sobrados para la esperanza. No está puesta ni en la mejora de la economía, ni siquiera en que los que mueven los hilos de la guerra den una oportunidad a la paz.
Está puesta en el acontecimiento que ocurrió en una mísera cueva de ovejas, hace 2022 años, donde una humilde virgen nazarena dio a luz a su único hijo, que era Dios desde toda la eternidad y que, en su vientre inmaculado, adquirió la naturaleza humana.
El que nació en Belén, Dios y hombre verdadero, es nuestra gran esperanza. No les mejoró sus condiciones de vida a los pastores que fueron a adorarle, sino que les cambió por completo la vida, porque, a ellos y a nosotros, nos perdonó los pecados y nos abrió las puertas del cielo. Esa es la verdadera esperanza, que nadie, ni siquiera las bombas o la tortura, nos podrá arrebatar.
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