Por Héctor Moreno
La reconfiguración del poder institucional tras las elecciones, pero sobre todo las señales de entendimiento del Presidente López Obrador con poderes fácticos refuerzan su afán de restablecer el viejo sistema anclado en una simulación democrática sostenido mediante acuerdos obscuros o inconfesables.
Vamos por partes.
López Obrador no es un hombre de izquierda, su génesis se ubica en la vieja corriente del sistema que postuló el nacionalismo revolucionario (una especie de socialismo a la mexicana) como vía para llegar al poder y que desde hace tres décadas cooptó a un sector de la izquierda bajo cierta identidad ideológica.
Sus íconos son los de ese viejo sistema: Juárez, Madero, Cárdenas y su retórica, aunque de encono y división de clases no es la del marxismo, ni presume su fidelidad a Lenin, o al Che o a Castro, menos a Chávez y a Maduro.
Para llegar al poder, López Obrador se alió con esa izquierda que en diversos grados aspira (al menos en el discurso) a seguir esos modelos sudamericanos o los renovados “progres”, pero no sigue sus recetas y hace equilibrios con sus presiones. Las movilizaciones de mujeres entrenadas para cometer violencia y todos sus reclamos son, quizá, la mejor evidencia.
El permanente enfrentamiento del EZLN y satélites en contra de López Obrador permite ubicar donde quedó la izquierda local e internacional más radical.
En cambio, López Obrador sigue el viejo modelo en donde el actor central, dispensador de poder y justicia es el Presidente; que usa reglas metaconstitucionales para entenderse con poderes fácticos; para controlar al partido oficial y para mantenerse en el poder con un discurso de aparente democracia.
La simulación democrática, con la cual gobernó el PRI durante 71 años, es el daño más grave por el que encamina López Obrador a México.
Había elecciones, había partidos, el Congreso y la Corte funcionaban… y el PRI siempre mantenía el poder. Por eso era la dictadura perfecta, como la bautizó Vargas Llosa.
Ahora, López Obrador regresa al país a ese estado:
Es el jefe “nato” del partido, como se decía en el argot priista. La foto donde aparece sentado en medio de los nuevos gobernadores de Morena merece un espacio en la sala de recuerdos del PRI. Todos sonrientes, todos sumisos al gran elector, a quien le deben el triunfo.
La forma es el fondo. La foto es en Palacio Nacional con el Presidente, no en alguna oficina de Morena ni con quien aparece como dirigente nacional. Todavía no son autoridades, pero el gran elector ya los avaló.
Consiguió 11 de 15 gubernaturas disputadas (8 de ellas cedidas por el PRI), Morena y sus aliados controlan 18 estados; más del 50 por ciento del presupuesto y más de la mitad del país; también controla la mayoría de los congresos locales y 52 de los 100 municipios más poblados de México.
Sus esfuerzos están concentrados en volver a dominar al Poder Legislativo federal y en forzar la permanencia de su amigo, el presidente de la Corte Arturo Zaldívar para emparejarlo con su periodo presidencial.
Una hegemonía forjada con el uso de programas clientelares, ahora revestidos de legalidad; con la tolerancia a la actuación de grupos criminales cuyos intereses no son necesariamente coincidentes con el partido oficial, Morena; con el entendimiento con grupos y corrientes provenientes del mismo viejo sistema, como los Murat o los Velasco, hoy controladores del PVEM.
Esa hegemonía que podría ser utilizada como lo hizo el PRI en su momento, para, por ejemplo, entenderse con los grupos del narcotráfico. Había un solo interlocutor político con los grupos del crimen organizado y de ello podría resultar una pax narca.
Bajo esa clave se puede leer, por ejemplo, el empecinamiento por el control de Tamaulipas, un territorio en donde los contrabandistas y narcotraficantes surgieron al cobijo de otra corriente del viejo priismo, controlado por grupos muy violentos, pero que hoy se ve lejos del actual régimen.
También ahí puede entenderse un hecho que pasó casi desapercibido en plena batalla electoral: en abril pasado la OFAC sacó a Rafael Caro Quintero y a toda su familia de la lista negra. Eso quiere decir que el origen de toda su cuestionada fortuna desde 1985, hoy cobra legitimidad completa.
Solo el tiempo dirá si Caro Quintero vuelve a emerger como el gran capo de México.
Por eso minimiza las denuncias de Silvano Aureoles, porque su perspectiva es otra; a los grupos delincuenciales y del narcotráfico se les dejó operar en Michoacán (donde hubo tregua en plenas votaciones) para beneficio de ellos y del nuevo gobierno respaldado por el gobierno federal.
Seguramente hubo operaciones similares en otras partes del territorio nacional que no necesariamente fueron para apoyar a Morena. No toda la delincuencia se dedica al narcotráfico ni sus intereses son los mismos del poder institucional. La señal es mala: el control del territorio a cambio de estabilidad política.
Esa hegemonía le permitió un desplante de poder: a los pocos días de la elección reunió a los hombres más ricos del país representados en el Consejo Mexicano de Negocios para que éstos le reiteraran su lealtad política y económica. Los intereses predominan. Nada nuevo, solo baste recordar que, a principios de este sexenio, mientras él los llamaba “rapaces”, los mismos integrantes de ese Consejo grabaron un video de apoyo a su gobierno.
Esa hegemonía y reconstitución del Gran Tlatoani es la que le permite tomar el control de la Ciudad de México y dirigir sin pudor todo el conflicto de la Línea 12. Otra vez, la reunión de Carlos Slim y Claudia Sheinbaum fue en Palacio Nacional y a puerta cerrada. El mensaje es el mismo de la foto de los gobernadores. Aquí manda López Obrador.
Los movimientos en su Gabinete responden ahora a ese reconcentrado poder presidencial, que mueve las fichas en función solo de sus intereses y que solo el tiempo indicará para qué sirvieron rumbo al 2024. Hemos regresado a los tiempos en donde la especulación era el deporte favorito para tratar de adivinar las jugadas presidenciales.
Esa hegemonía y simulación democrática ya la vivimos una buena parte de los mexicanos y entendimos que la mejor opción para el futuro del país es la participación ciudadana, la cual ya dio una muestra el pasado 6 de junio.
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